viernes, 4 de noviembre de 2016

PARA REFLEXIONAR... "LOS CIEN DÍAS DEL PLEBEYO"

Una bella princesa estaba buscando consorte. Nobles y ricos pretendientes llegaban de todas partes con maravillosos regalos: joyas, tierras, ejércitos, tronos. Entre los candidatos se encontraba un joven plebeyo que no tenía más riquezas que el amor y la perseverancia. Cuando le llegó el momento de hablar, dijo: Princesa, te he amado toda la vida. Como soy un hombre pobre y no tengo tesoros para darte, te ofrezco mi sacrificio como prueba de amor. Estaré cien días sentado bajo tu ventana, sin más alimentos que la lluvia y sin más ropas que las que llevo puestas. Esa será mi dote. La princesa, conmovida por semejante gesto de amor, decidió aceptar: Tendrás tu oportunidad: si pasas esa prueba, me desposarás. Así pasaron las horas y los días. El pretendiente permaneció afuera del palacio, soportando el sol, los vientos, la nieve y las noches heladas. Sin pestañear, con la vista fija en el balcón de su amada, el valiente súbdito siguió firme en su empeño sin desfallecer un momento. De vez en cuando la cortina de la ventana real dejaba traslucir la esbelta figura de la princesa, que con un noble gesto y una sonrisa aprobaba la faena. Todo iba a las mil maravillas, se hicieron apuestas y algunos optimistas comenzaron a planear los festejos. Al llegar el día noventa y nueve, los pobladores de la zona salieron a animar al próximo monarca. Todo era alegría y jolgorio, pero cuando faltaba una hora para cumplirse el plazo, ante la mirada atónita de los asistentes y la perplejidad de la princesa, el joven se levantó y, sin dar explicación alguna, se alejó lentamente del lugar donde había permanecido cien días. Unas semanas después, mientras deambulaba por un solitario camino, un niño de la comarca lo alcanzó y le preguntó a quemarropa: ¿Qué te ocurrió? Estabas a un paso de lograr la meta, ¿por qué perdiste esa oportunidad? ¿Por qué te retiraste? Con profunda consternación y lágrimas mal disimuladas, el plebeyo contestó en voz baja: La princesa no me ahorró ni un día de sufrimiento, ni siquiera una hora. No merecía mi amor. Cuando estamos dispuestos a dar lo mejor de nosotros mismos como prueba de afecto o lealtad, incluso a riesgo de perder nuestra dignidad, merecemos al menos una palabra de comprensión o estímulo. Las personas tienen que hacerse merecedoras del amor que se les ofrece.
El merecimiento no siempre es egolatría sino dignidad. Cuando damos lo mejor de nosotros mismos a otra persona, cuando decidimos compartir la vida, cuando abrimos nuestro corazón de par en par y desnudamos el alma hasta él ultimo rincón, cuando perdemos la vergüenza, cuando los secretos dejan de serlo, al menos merecemos comprensión. Que se menosprecie, ignore, olvide o desconozca fríamente el amor que regalamos a manos llenas es desconsideración o, en el mejor de los casos, desinterés o ligereza. Cuando amamos a alguien que además de no correspondernos desprecia nuestro amor y nos hiere, estamos en el lugar equivocado. Esa persona no se hace merecedora del afecto que le prodigamos. La cosa es clara: si no me siento bien recibido/a en algún lugar, empaco y me voy. Nadie se quedaría tratando de agradar y disculpándose por no ser como les gustaría que fuera. No hay vuelta de hoja: en cualquier relación de pareja que tengas, no te merece quien no te ame, y menos aún, quien te lastime. Y si alguien te hiere reiteradamente sin "mala intención", puede que te merezca pero no te conviene. Retirarse a tiempo con la satisfacción de haber dado lo mejor de nosotros mismos no tiene precio!

No hay comentarios:

Publicar un comentario